Historias de la desmemoria (2): Miguel Hernández

Historias de la desmemoria (2): Miguel Hernández

La figura de Miguel Hernández, muerto de tuberculosis a los 31 años en la enfermería de la cárcel de Alicante el de 28 de marzo de 1942, es paradigmática de la represión franquista de posguerra. Su calvario por las prisiones de los vencedores, desde que fuera detenido el 30 de abril de 1939 por la policía portuguesa tras pasar la frontera del país vecino y entregado a las nuevas autoridades españolas, se cuenta por enfermedades contraídas bajo las durísimas condiciones carcelarias, que agravaron su tisis: una neumonía en la cárcel de Palencia, una bronquitis en la de Ocaña y un tifus en la de Alicante.

Su figura también se alza como un ejemplo de compromiso con sus ideas, a las que no renunció ni aun estando ya gravemente enfermo cuando se le conminó cruelmente a renegar de ellas como condición para ser trasladado a un sanatorio antituberculoso.

Ese mismo compromiso le había llevado a enfrentarse durante la Guerra Civil a algunos de sus camaradas del partido comunista a quienes reprochó su regalada vida en la retaguardia, mientras él compartía con los soldados las penurias de la lucha en el frente como comisario político y de cultura. Enfrentamiento que marcó su abandono por aquellos mismos camaradas en el momento de la derrota.

De la altura humana, moral y literaria del poeta de Orihuela apenas queda nada por añadir, pero hay un pasaje de su vida en aquellos años terribles que quizás sea menos conocido y reconocido. Un pasaje que alumbra precisamente esos espacios en sombra, excluidos o arrinconados dentro de esa memoria hermética y sectaria que ahora se trata de imponer por ley sobre el vasto océano de dolor y sufrimiento de las dos Españas.

Y es que, a lo largo de toda la contienda y después de ella en su calvario de cárceles, Miguel Hernández vivió y se desvivió por evitar el desamparo de la familia de su novia Josefina Manresa, su mujer a partir de 1937, a consecuencia del asesinato de su padre, Manuel Manresa Pamies, número de la Guardia Civil, a manos de milicianos de la CNT-FAI.

El hecho ocurrió en Elda (Alicante) el 13 de agosto de 1936, cuatro semanas después del comienzo de la Guerra Civil. Con Manuel Manresa, que tenía 47 años, 21 de servicio en la Benemérita, fueron asesinados en la calle y a plena luz del día, a sangre fría, un cabo y otros tres números.

Miguel Hernández procuró desde el principio atender las necesidades de la viuda, Josefa Marhuenda Ruiz, y sus cinco hijos, todos ellos menores de edad: Josefina, la mayor, de 20 años; Manuel, de 16; Carmen, de 12; Gertrudis, de 10; y Conchita, de 9. Solo Josefina traía de vez cuando dinero a casa como costurera.

Así, el poeta se comprometió a movilizar a sus amistades “para que le quede a esta pobre familia mía la paga del padre muerto”, según escribe a su amigo José María de Cossío, que le ayudará económicamente ante la grave situación. Pese a que Manuel Manresa habían sido asesinado por las milicias gubernamentales en retaguardia, el gobierno republicano concedió a su viuda una pensión destinada a los caídos en la lucha contra los rebeldes. Sin embargo, sólo la pagó hasta diciembre de 1936, y aunque la volvieron a solicitar, nunca la obtuvieron.

La muerte de su suegra el 22 de abril de 1937, cuando ya ha contraído matrimonio con Josefina, hará que el poeta se convierta en tutor de los otros cuatro huérfanos, menores de edad. Todo es dolor y muerte en torno a la pareja, que pierde también a su primogénito Manuel Ramón el 19 de octubre de 1938, con solo diez meses.

El final de la guerra no disipa, sino todo lo contrario, la preocupación de Miguel Hernández por los huérfanos del guardia civil Manuel Manresa. El 18 de enero de 1940 es condenado a muerte, aunque en junio siguiente se le conmuta la pena por la de treinta años de prisión. Su propia situación en las prisiones franquistas, el “turismo carcelario” como él mismo lo llamó con triste ironía, agrava su inquietud por Josefina y por su nuevo hijo, Manuel Miguel, a quien dedicará sus conmovedoras “Nanas de la cebolla”, y por sus cuatro cuñados menores.

Desde el mismo año 1939, el autor de ‘El hombre acecha’ procurará que el nuevo régimen le reconozca a Josefina y sus hermanos una pensión por el asesinato de su padre a manos de las milicias republicanas. Contará para ello con la incansable ayuda de su amigo el poeta Vicente Aleixandre.

Incluso se conserva una nota del poeta, escrita en la cárcel en ese mismo año, donde reproduce el modelo de una instancia para que Josefina y sus hermanos solicitasen a las autoridades franquistas “la pensión que en justicia debieran cobrar hace tiempo”, como escribirá más adelante a su amigo Luis Rodríguez Isern.

El poeta morirá sin que se haya resuelto la petición de la pensión de su suegro. Los oficios de Vicente Aleixandre en los meses siguientes caen finalmente en saco roto: los franquistas deniegan a Josefina y sus hermanos la pensión el 26 de febrero de 1943.

Una decisión más que sorprendente, ya que las familias de dos guardias civiles asesinados en Elda junto a Manuel Manresa vieron reconocida dicha pensión. En su caso se estimó que fueron muertos por las milicias después de conocerse que se aprestaban a marchar al frente con intención de pasarse a las filas sublevadas.

Las dos Españas fueron avaras en el auxilio a los cinco huérfanos del guardia civil Manuel Manresa, suegro de Miguel Hernández. Si los republicanos les habían dejado de pagar la pensión durante la guerra, los franquistas se la denegaron en la posguerra de “hambre y cebolla”, sin duda como postrera represalia contra Josefina y sus hermanos por el compromiso de su marido con la causa republicana.

Parece que hoy, como antaño, Manuel Manresa Pamies, asesinado por las milicias leales al gobierno republicano y despreciado por los vencedores a la hora de reconocer su sacrificio, continúa en la desolada y desoladora tierra de nadie en estos nuevamente convulsos tiempos de memorias y olvidos.

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